Te defiendo sin amor by Corín Tellado

Te defiendo sin amor by Corín Tellado

autor:Corín Tellado [Tellado, Corín]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Romántico
editor: ePubLibre
publicado: 1964-01-01T05:00:00+00:00


X

Nunca intentó llevarse las cosas de su cuarto. El cuarto que compartía con ella. No tuvo tiempo. Primero liado con el asunto judicial, después el regreso inesperado de Judith. Por eso, cuando llegó a casa, decidió subir a su alcoba, ocultar todo en una maleta y marcharse cuanto antes.

Encontró a María en el vestíbulo, cargada con una cesta de ropa. A Leo disponiendo el comedor para la comida.

Saludó apenas.

Antes, tan afable, siempre simpático, sencillo y comunicativo, a la sazón parecía una sombra. Silencioso, ceñudo, distante.

Subió de dos en dos las escalinatas que separaban el ancho hall del vestíbulo superior.

Atravesó el pasillo. No había nadie por allí. Entró, haciéndose el valiente, en la alcoba que guardaba tantos secretos íntimos, tantos recuerdos comunes.

Su amor por Judith no fue vulgar. No fue un amor pasivo. Fue como un estallido que duraba aún. Una pasión indescriptible. Fue… como si Judith fuera su amante, su amiga, su esposa, su deleite.

¿Podía todo aquello borrarse en dos días?

Empujó la puerta.

No había nadie en la alcoba. Rápidamente, como si temiera interrupciones, fue hacia el ropero y lo abrió. Extrajo una maleta y un maletín y empezó a abrir cajones, tirando ropa y objetos personales sobre el ancho lecho.

Fue en aquel instante cuando apareció Judith.

La vio a través del espejo del armario ropero que presidía toda la fachada de la alcoba.

Quedó un poco tenso.

Con una prenda de ropa en la mano, como si esta se tambaleara.

Judith entró y cerró tras de sí.

Vestía pantalones largos. El embarazo no había alterado aún su figura esbelta, firme, delicada, con una fragilidad demasiado femenina para la fortaleza del hombre que huía como un cobarde.

Un suéter apenas holgado. La melena suelta. Aquel cabello de un rubio leonado, aquellos ojos dorados, aquella boca sensual, aquellos dientes blanquísimos, contrastando con la morenura de su piel.

—¿Te vas? —dijo sin avanzar.

Max asintió con un breve movimiento de cabeza.

Ni un músculo se agitó en el bello semblante.

Solo una pregunta afluyendo a sus labios.

—¿Para… siempre?

—No lo sé. No, creo que no.

Dejó el armario. Se acercó al lecho con el fin de echar toda aquella ropa en las maletas.

Pero la frágil figura, serena, más serena cuanto más se agitaba desesperadamente su marido, se acercó al lecho y sin pronunciar palabra, empezó a colocar la ropa en las maletas.

No quería.

Tanta sumisión, tanto cuidado, tanta naturalidad, no.

—Deja —pidió roncamente—. Lo… haré yo.

—Es mi deber.

—¿Todo lo haces por deber?

—¿Acaso me queda algo para hacer por impulso natural?

Él se mordió los labios.

No pudo contrariarla. No sabría hacerlo. Lejos de ella se hacía muchos propósitos. Cerca… todos se derrumbaban.

No evitó que ella colocara la ropa en la maleta. Pero, bruscamente, inesperadamente, la agarró por los dos brazos y la hizo volverse hacia él.

—¿Por qué?

—Porque… ¿qué?

—¿Por qué lo has hecho?

Era como una mordedura cada pregunta. Cada mirada.

—Ya te lo dije. Lo expliqué todo.

—Ni un niño creería esa explicación.

—Un hombre enamorado, sí.

—Soy humano —gritó soltándola—. ¿No sabes que los humanos solo hemos de creer lo que vemos? Lo que sentimos, lo que palpamos.

La joven giró hacia el lecho.

Siguió llenando las maletas.



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